El hombre bien vestido

Verano agobiante en Buenos Aires. Eran como las doce de la noche. Acababa de cenar con una amiga y ella se retiraba a su casa a descansar. Entonces la acompañe a tomar un taxi en la vereda de mi edificio. En esa cuadra trabajan travestis y prostitutas. Trabajan con su cuerpo, con su sexualidad. Ellas caminan de una esquina a otra, usan una vestimenta llamativa y una pequeña cartera, como si fuera el clásico símbolo infaltable de su profesión. Van y vienen con la mirada perdida. Las he cruzado muy cerca en varias oportunidades y confieso que no me atrevo a mirarlas a los ojos. Quizás tenga miedo de ver su infelicidad o, a lo mejor, me queda ese prejuicio de pensar que son «gente sin vergüenza”. Se adueñan de la calle, ese es su territorio. Desde el momento que lo pisan, son las reinas del lugar. Imponen con su decadencia y su perfume barato. Una tiene ganas de pedirles permiso para pasar. Pero aún así, son víctimas de otros seres. Están vulnerables e indefensas a las malas compañías que trae la noche, a la locura de esos que elijen pagarles, porque… ¿no se animan a quererlas?

Esa noche, mientras esperábamos el taxi con mi amiga, una de “ellas” se paseaba frente a nosotras exhibiendo su mejor pose. Se le acerca un muchacho y comienza a maltratarla, a herirla con palabras feas. “Ella” se defiende en tono duro, con voz de hombre. El muchacho, que seguramente estaba bajo algún efecto de vaya a saber que sustancia, no se alejaba y continuaba asediándola. En ese momento, aparece un hombre muy bien vestido, cruza la calle hacia donde estaban ella y el muchacho, a pocos metros de donde estábamos mi amiga y yo. El hombre, de camisa bien planchada, avanzó con paso seguro. Tenía la mirada fija e intensa. Parecía que nada podía detenerlo, estaba decidido. Un escalofrío me corrió por la espalda. El travesti y el muchacho dejaron de discutir. Mi amiga y yo entramos rápidamente al edificio. El hombre bien vestido se detuvo, observó y simplemente dio media vuelta y regresó por el camino que venia. No emitió sonido. No mencionó palabra alguna. No hizo ningún gesto. ¿No tuvo el valor de hacer lo que tenía pensado? Pero fue suficiente para que todos sintiéramos miedo y frío en verano.

 

Laura Gordano Boyriè

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